Nadal: Navidades gallegas

Guild of Food Writers News, Londres, 1992 (850 palabras)
Cuando vine por primera vez a vivir a Madrid, pasé la Navidad o la Nochevieja con unos amigos en Galicia. Así que cuando recibi un encargo para escribir sobre la temporada festiva supe que quería reflejar la enjundía de los sabores gallegos, y su capacidad para llevar recuerdos vivos por décadas al mundo lejano de los emigrados. La libertad con la que podía escribir sobre la cultura culinaria gallega – ya que vivía inmersa en la vida española y no habia exigencias comerciales de contenido – supuso un punto de partida por la narrativa histórica que quería evocar en New Art of Cookery y Nuevo arte de la cocina española.
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«Alguien a quien le gusta comer no puede pensar en Galicia sin pensar en los placeres de su cocina», escribía Gabriel García Marquez. El pan casero de su abuela gallega, sus jamones curados y sus conversaciones solitarias con fantasmas habían dejado en su memoria la huella de una región que no conocía.
Márquez, nacido y criado en Colombia, no fue el único ensombrecido por la tierra celta de sus antepasados, país empapado de lluvia fina y nieblas de invierno. La gastronoma – y las meigas -gallegas son de las más viajeras del mundo, llevadas a América Latina y a Europa por uno de cada tres gallegos que desde el siglo XVII han emigrado desde su tierra natal en busca de trabajo. En Noiteboa, o Nochebuena, cuando se reúnen las familias en Galicia para la primera de media docena de grandes comidas festivas, muchas rezan una oración por los que están en la mesa sólo en espíritu: los defuntinos y los emigrados, los muertos y los emigrados.
¿Y de qué hablarían las familias de los emigrados esa noche, lejos, en sus nuevas tierras? «Para mí…», escribió Márquez— nieto de la primera generación—«la nostalgia por Galicia comenzó con la comida.» Su nostalgia era por los sabores del lacón con grelos; pero también podría haber sido por el chorizo y la morcilla, preparada y colgada por las mujeres en las vigas después de la matanza del cerdo invernal; las delicadas filloas, finas tortitas que se comen con azúcar; o la queimada, una mezcla de aguardiente, azúcar y limón que se flambea en cuenco de barro.
Todo esto aún aparece hoy en la mesa de Navidad en Galicia, pero no tiene la enjundia de otros sabores antiguos. Para las personas de las zonas rurales, el recuerdo más evocador podría ser las cenas sin carne que se preparaban en Noiteboa, por ejemplo, el bacalao con coliflor o el besugo asado de las zonas cerca del mar.
Pero tanto para los jóvenes como para los mayores—ya que el plato no ha desaparecido — el capón asado o estofado, que se comía el mismo día de Navidad en los viejos tiempos queda como el plato mas distintivo. Los capones, criados en granjas familiares y alimentados con maíz y patatas, o con castañas, bolas de pasta de harina de centeno o pan ligado con leche y vino, se criaron en capoeiras, o jaulas de madera construidas bajo bancos de piedra cerca de las chimineas y el calor del fuego. Todavía pueden verse estas jaulas en los antiguos caseríos y pazos, pero hoy en día los capones no cohabitan con los que más tarde se los comen. Se crían en el corral donde engordan durante seis o siete meses y en las ciudades se compran en los mercados, donde se revisan sus redondas pechugas para saber si el engorde ha sido óptimo.
Los capones más apreciados, de hasta 120 euros el par, proceden de Villalba, un pueblo en la neblinosa Terra Cha o tierra llana —llanura— donde los compradores convergen en una feria avícola anual de diciembre para lograr la compra de los capones, que se agotan en pocas horas. Emilia Pardo Bazán, novelista gallega del siglo XIX, los calificó como ave «exquisito, menos fino que las pulardas francesas, pero quizás de más sustancia”. Por ella, ofrecía un olor especial cuando habia estado bien criada hasta la edad ideal. En 2017, estos capones de Villalba alcanzarón un estatus gourmet como producto especial — Indicación Xeografica Protegída – definida por la raza, los métodos de cría y los alimentos de engorde. Una de las costumbres de la feria es vender los aves en parejas, cuidadosamente presentadas en cajas o en papel.
En la novela de Bazán, Los Pazos de Ulloa, una de las cocineras del cura habia ganado fama por sus habilidades para batir la mantequilla y asar los capones, y años después, en sus recetarios, Bazán explicaba cómo asar un capón en un brasero hasta que se tuesta, cómo rociarlo con salmuera y untarlo con su propia grasa hasta que el color y el olor anunciaban que estaba en su punto. Otros asaban los capones en ollas, dándoles la vuelta para cocinarlos bien por todos los lados.
En una segunda receta, Bazán explica cómo rellenar un «capón fresco, matado hace tres días, no grande, pero sí gordo». En mi primera visita navideña a Galicia, probé una receta muy parecida que descubri como plato de sobras en la cocina. Pura, la cocinera que había rellenado y asado el ave, lo había untado por dentro y por fuera con perejil, ajo y sal dos días antes de asarlo. La cavidad—que en Galicia se llama, en ocasiones, el barco—se rellenaba después con papada de cerdo picado, gajos de manzana, castañas peladas y cocidas, cebollas, algunas pasas de Málaga y piñones, y mientras se asaba, se iba rociando con vino blanco.
La receta de Emilia Pardo Bazán difiere de los platos de Pura en dos toques. Uno proviene a lo mejor de la cocinera real en la que se inspiró para recrear la cocina del cura en su novela: tres cucharadas grandes de mantequilla casera gallega: una en el relleno, la segunda para untarlo mientras se asaba y la tercera para dorar una capa de pan rallado. El segundo toque es una compota de manzana que se servía con el capón.
Pero estas recetas son urbanas. En las cocinas rústicas del campo, el capón se hervía de manera sencilla en su caldo, y luego se estofaba con cebolla en la propia grasa del ave y con un poco de vino blanco para dar un plato enxebre de sabores puras gallegas.
Son estas cosas — así como el paisaje húmedo invernal, la mar revuelta, y los largos paseos nocturnos a la misa del gallo – las que marcan los recuerdos y la nostalgia de los emigrados gallegos.
García Marquez pudo volver a la tierra natal de su abuela para escribir un ensayo memorable sobre sus impresiones de lo allí vivido, pero muchos de los emigrados que se juntaban en la calidez tropical para celebrar Nochebuena sabían que nunca podrían hacer el largo viaje para sentir la fría niebla, caminar bajo la llovizna, y conocer los sabores enxebres y el calor navideño junto al fuego.
Aun así, aromas de cocina y conversaciones de platos que brillaron por su ausencia podían evocar la memoria colectiva, uniendo hijos y nietos suspendidos en el tiempo por un hilo de recuerdos intangibles, sin escribir, poderosos.
© Vicky Hayward, 1992 y 2018-9